domingo, 22 de febrero de 2009

Había una vez una costa en un continente, bañada por un mar templado y calmoso. En esa costa había una ciudad levantada hacía dos mil años pero rehecha despues de unas y otras colonizaciones, destrucciones, defenestraciones y congresos mundiales de telefonía móvil. En esta ciudad vieja pero renovada cada dia hubo cientos, miles de crepúsculos, pero en uno de ellos hubo una bajada del nivel de intensidad de la luz: nadie se percató mas que yo. Eran los últimos días de un invierno tremendo, abundante en heladas súbitas, tornados, nevadas y chubascos repentinos. En las postrimerías de ese invierno caí como contraciclón en la viejísima ciudad y me paseé por sus bulevares, sus callejuelas y por su carcomido litoral. El mar había asaltado la costa: contra los planes del consistorio se había tragado toneladas y toneladas de la arena trabajosamente acarreada desde no sé donde, había arrastrado estructuras de hormigón y ya estaba peligrosamente próxima a los lindos bulevares edificados a su vera. No obstante nosotros, en nuestra inconsciencia y llevados de la bondad del clima de aquel domingo, caminábamos entre los escombros y saboreábamos el ocio como han de haber hecho los niños de Anibal Barca el aire ligeramente salado de este mar que parece ser tan lerdo pero que a veces arrastra, derrumba, destruye lo edificado por quienes se olvidan que el mar es el mar dondequiera que haya costas. La ciudad nacida de ese mar se le ha vuelto de espaldas hace mucho. Algún profeta del desastre ha hundido las costas del mundo más de ocho metros para dentro de unos veinte años, pero esta orgullosa urbe, reclinada en la falda de unos montes hinchados de aguas minerales se irá trepando cada vez más en su autosuficiente y orgullosa identidad de ciudad-estado que detenta desde antes que Rómulo encontrara la teta alimenticia. Pero fué esa tarde, cuando la gente portaba obligatoriamente las gafas de sol fuera de marca fuera de imitación, cuando el pavimento reberberava cegando perros, helicópteros y satélites de espionaje, cuando no había calor sino el bochorno de la radiación infrarroja inexpulsable através del óxido de silicio desde dentro de todos los locales con ventanas cerradas incluyendo autobuses, bares y casi casi bicicletas, que sin haber de por medio anuncio radial, virtual, sms, html, televisado o simplemente comentado boca a boca, la intensidad, entendida heterodoxamente como la cantidad de corpúsculos luminosos que llegan a una determinada superficie, disminuyó bruscamente ocasionando que un sistema de navegación aérea enviase posiciones falsas a una señora que rastreaba a su marido infiel llevándola a apuñalar a un prometedor abogado heterosexual, causando un desgraciado accidente entre un autobús con 300 personas cuyo conductor usaba las gafas de sol mas oscuras del mercado para protegerse de un futuro glaucoma y una motocicleta cuyo conductor quedó aplastado justamente debajo de la puerta trasera de salida del autobús sin que éste se hubiera detenido antes de la parada en la que 20 infantes salían ilusionados por su visita al acuario y peor que todo, que la aeronave que conducía los restos mortales del ultimo tiburón blanco se estrelló enfrente de la terminal principal del aeropuerto matando a 30 mil pasajeros que esperaban sus vuelos porque las luces de la pista que solían encenderse media hora más tarde no respondieron a tiempo. Al final los investigadores de la facultad de física de la universidad concluyeron un fenómeno de atenuación solar debida a la emisión irregular e intransigente de neutrinos masivos del tipo III. Luego,mientras yo caminaba la luz, que había parpadeado quizá unos cinco segundos haciéndome quitar las gafas y limpiarlas frenético con la bufanda ya de suyo sucia del hollín de las calles atascadas, regresó a su habitual cuota de fotones para hacerme estrellar a continuación contra uno de los viandantes de la vieja avenida perpendicular al mar.

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