sábado, 11 de abril de 2009

Jueves

Debo contarlo en voz muy baja. Que la lluvia que arrasó la mañana y el atardecer soleados, me permitan ahogar el sollozo cobijado en el capote. Era el tiempo de recordar la Liberación del Cautiverio. Habían pasado ya tiempo desde que Le viéramos y Le siguiéramos, cuando volvió del Desierto envuelto en un halo, con una mirada diáfana, terrible de enfrentar por lo cristalina y por el hálito triste-alegre que Su ceño describía, tormenta interior que libraba, sólo con una soledad que nadie más podría tener jamás, contento no obstante de cumplir La voluntad que lo guiaba. En esa soledad Le acompañamos, Le escuchamos, Le vimos y nos maravillamos de lo que decía, de lo que hacía pero nunca en realidad Le escuchamos. Nos fascinaba lo imprevisible, lo sobrecogedor de hacer levantarse al caído, la serenidad y autoridad con la que evitó la lapidación de la condenada. Pero no prestamos atención a lo esencial y como tal pasaron los días y los años. Recorrimos la tierra hasta lo que pensábamos el último de los confines sin imaginarnos que llegaría el día que Su palabra se derramaría en todo el globo, bañando con Su agua nueva -y ahogando también en sangre- a pueblos de colores y lenguas desconocidos. Simples temimos cuando no Le vimos el día de la tormenta y como simples bestezuelas nos alegramos cuando al llegar Él la tormenta se calmó. Pero llegó el día que se Le recibió con palmas, con esteras frescas, como Al Que Se Espera Desde Hace Milenios, cuando entró a La Ciudad en el Centro del Universo. Después pasaron las cosas tremendas: la prueba para los que veníamos a su lado pensando que todo sería tan fácil como cuando se resucita un muerto, tan fácil como pasarse cuarenta días en el desierto ayunando. Pero Él tocó las mesas de los cambistas, llamó a un Reino fuera de este mundo y después de los tumultos que provocó nos llamó esa noche a la Conmemoración de la Liberación, siguiendo los Preceptos, como Èl mismo dijo siempre que venía a hacer. Mientras íbamos disponiendo las esteras, la mesa, los cuencos de los que se bebería cuatro veces, disponiendo las hierbas amargas, preparando las charosas -manzana, nueces y vino que recuerdan el mortero que trabajaban nuestros Padres en el Cautiverio-, el agua con sal -las lágrimas que entonces derramamos- y escanciando el vino en el jarro grande, Él nos miraba dulcemente, como guardándose nuestra imagen de abejitas atareadas como para una noche de Pesaj cualquiera. A ratos movía los labios y alguno le sentimos decir "Eli, eli, lama sabactani", el Salmo 22. Nunca nos imaginamos porqué había escogido ese Salmo, como inescrutable había sido siempre su elección de uno u otro versículo o salmo o parábola en cualquier circunstancia. Así de ciegos, imbéciles ovejas guiadas por el pastor éramos y aún lo seguimos siendo... Debería bajar aún mas la voz, meterme un poco más en la sombra del portal, morder el pañuelo para no gritar... La mesa quedó dispuesta, nos sentamos todos y como niños felices hablábamos todos a la vez, reíamos insensatos por la fiesta, ajenos a lo que celebrábamos aquella noche -la Ira del Eterno, que abatió Su cólera sobre los hijos inocentes de los opresores, Señor de los Ejércitos, Implacable. Él no decía nada, no participaba en nuestra algarabía, mordisqueaba un pan con cierta ansia, a ratos se retorcía las manos y movía los labios a veces un poco convulsivamente. Más que vino bebía del agua con sal y con el pan mordía las hierbas amargas que yo siempre rehuía por lo fuertes que son. Le ví coger un paño dos veces y pasárselo por el rostro que me parecía lívido a la luz de la lámpara de aceite, pero antes de poderle preguntar para interesarme por su estado alzó los ojos como en plegaria y la luz de la bujía que tenía justo enfrente le iluminó el rostro en una forma que me sobrecogió, las pupilas se le dilataron con la luz y reflejaron la llama de la vela, los altos pómulos iluminados desde abajo lanzaron sombras sobre Su alta frente, suavizando las arrugas que cada día desde que había vuelto del desierto notaba más profundas. Su boca, húmeda por la constante plegaria se marcó como marcada también se hizo su mandíbula y no supe jamás si el temblor que ví en ella era por la llamita fluctuante o por una emoción difícilmente contenida. Turbado por la visión le dí otro trago al vino y me comí otra cucharada más de charosa. Seguramente estaba algo achispado por el vino como seguro lo estarían los demás. De todos modos intenté enfocar mi atención en Su rostro que me parecía a ratos a punto de disgregarse, no sé si por mi estado, si por el baile alocado de las bujías o si por la luz de la Luna, casi llena -mañana lo estará, había dicho Él por la mañana a la pregunta de alguno de nosotros- que entraba por la ventana de la pequeña estancia que habíamos alquilado para celebrar la Pascua como gente de paso que éramos Esa Noche. Entonces Él habló, dijo suavemente -amigos- y lo repitió con esa Voz que había cortado la palabra del mismo sacerdote la tarde de la disputa sobre la moneda con la efigie del César, hasta que callamos todos y Lo miramos. Ya no estaba lívido -si Lo había estado alguna vez- en cambio se Le veía acalorado, con las mejillas brillantes, yo me callé y para quedar bien le dí una probadita a las casi intactas hierbas amargas. Cuando lo ví tan tranquilo me temí que nos pediría cargar piedras o quizá cantar las viejas plegarias que se decían antes de que se instituyeran los cuatro sorbos al cuenco de vino. En vez de eso pidió un cuenco con agua limpia y un paño limpio. Cuando se lo trajeron se arrodilló frente a Simón y ante su estupor, le descalzó y le lavó los pies en el cuenco y se los secó con el paño limpio. Después dijo aquello de la humildad o la igualdad o no se qué, porque con la sorpresa me cogí uno de los cuencos llenos y me lo tomé entero. Varios de los demás hicieron lo mismo, así que cuando nos volvió a pedir atención estábamos la mayoría bastante turbios. Callados ya vimos que cogió un pan grande y lo partió en pedacitos. Puso los pedacitos en la bandeja y la pasó a todos. Cogimos como por inercia un pedazo -algunos dos o tres según lo poco fiables que tuvieran los sentidos- y después cogió el jarro grande, llenó uno de los cuencos de vino y después de beber lo pasó a los demás. Recuerdo que en algún momento alguno reclamó que el cuenco estaba vacío y se cogió de nuevo el jarro, se llenó el cuenco y al final todos los de la mesa bebimos. Al acabar Él dijo: Haced esto en conmemoración mía -cosa que poco entendimos. A la medianoche mientras todos dormíamos en el huerto de Getsemaní donde nos habían dado posada esa noche por las monedas que sobraron de la fiesta -hubieran faltado treinta monedas mas para que la estancia donde habíamos celebrado la Pascua nos la dejaran para dormir- Él se apartó de nuestros ronquidos. En un momento dado me levanté sobresaltado y Le ví de bruces en el llano, con los brazos abiertos, murmurando. Me pasó por la cabeza que estaba tan cansado como nosotros y regresé a mi seto. Cuando vinieron a prenderle nadie se enteró. Lo del beso del pelirrojo no lo podría asegurar, pero con el retintin de las sandalias herradas, Simón abrió los ojos enmedio de algún mal sueño y cogiendo irreflexivo el cuchillo del pan le rebanó la cara a uno de los custodios -Pedro el iracundo. Pero de un golpe con la empuñadura de una espada le regresaron al sueño y Él se fué entre las armaduras sin gritar ni resistirse. A mi, entre sueños, me pareció ver alguna cosa, pero entre el frío del alba, la el dolor de cabeza provocado por el vino y la fatiga de caminar de aquí para allá tantos días, preferí arroparme con la manta y esperar el canto del gallo para averiguar más sobre el asunto. Pasadas algunas horas de la mañana, desayunados y recuperados fuimos a indagar cada uno que cosa había pasado. Después supimos que al Amanecer de aquel Viernes estábamos más huérfanos que nunca. Aún no puedo hablar. Escribiendo estas palabras me resbalan las lágrimas y el papel se moja. Creo que se va a romper, al menos la tinta se eluye, nadie sabrá más nada.

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