Llueve y ahora si ya me dio miedo:
Las nubes devoraron las montañas, la antena desapareció tragada por las tinieblas. No se vé siquiera el edificio alto dos cuadras más arriba. Y llueve. Llueve como no sucedió en todo el verano, se han abierto las grandes tragaderas celestes y se ha desbocado entero el aparato eléctrico de allá arriba. Cortinas de agua restallantes fustigan el asfalto. Como pocas veces el agua creó ya varios encharcamientos al pie de la avenida Diagonal donde los autobuses entran como los grandes mastodontes del Pleistoceno hicieron antes de morir atrapados en el cieno. Las farolas con su amarilla luz de sodio revelan toda la magnitud de la hecátombe: cerradas capas de agua arrastradas por el viento en ángulo entrante respecto al plano del que escribe, se lanzan con una furia que recuerda las grandes gestas de los héroes que desistieron frente a los elementos. Azagayas de luz hieren el cielo, causan espanto tremendo los tambores de guerra del ánima del trueno. No parece sino que el fin de las cosas se acercara. Un recogimiento reverencial no ajeno al que sintiera el Hombre Paleolítico en sus cuevas nos azora y nos llena de la vieja certidumbre de nuestra propia insignificancia.
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