lunes, 4 de febrero de 2008
lunes
Amanecí aturdido después de una noche en la que pesadillas formadas de fragmentos entrelazados de la historia de Roma del siglo I y las aventuras de Bourne en el siglo XXI me tiraron de la cama un par de veces. El Sol restalló sobre mí su látigo cuando saqué la cabeza y anduve por las calles aledañas al mercado de Collblanc, olorosas de café y de menús de mediodía casi a punto. Un sopor me invadió al abordar el autobús y mientras circulábamos entre Sants y Riera Blanca, miré por la ventana las parejas, los viejos y los bebés en sus carritos como quien durmiendo se sueña dormir. En la Plaza de María Cristina la nostalgia del invierno sazonada por la pureza de la atmósfera que delineaba el perfil de Collserola me hizo detenerme un rato y mirar en torno antes de abordar el tranvía: todo estaba igual que siempre, salvo la luz que cómplice de una tristeza vaga e insondable, proveniente del centro de gravedad de mi cuerpo, acariciaba en la mejilla a los transeúntes, que impávidos esperaban que cambiara la luz del semáforo. Sentado en el último asiento del último vagón miré como los árboles descarnados pasaban y reían. Luego, la Facultad me devoró, el resto de la tarde pasó sin advertirlo salvo un par de relámpagos y cuando la noche cayó por fin me senté a desear que aún fuera domingo.
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